Por Félix Edmundo Díaz*
Nadie como él logró traspasar las fronteras de la inmortalidad, nadie como él desanduvo la América nuestra para vivir, en la piel del descalzo, del hambriento y del enfermo, el dolor de las llagas, del estómago pegado al espinazo y de las pústulas y la fiebre, nadie ha calado tan profundo en las almas y mentes de miles de millones.
Difícilmente existan personas que nunca lo hayan mencionado o no hayan visto su imagen, por hacérseles presente hasta a sus más enconados enemigos, esos que lo desaparecieron, los que lo escondieron en bosques y páramos, sin que lograran impedir que lo encontrásemos, y no solo a él, sino a su destacamento de vanguardia.
Entonces la leyenda, esa que prendió la llama de rebeldía, la que iluminó a todos, la que quisieron enajenar de la vida de miles de millones, la que algunos trataron de endilgarle, como lastre, la aberración de la exportación de revoluciones para acompañar errores foráneos de cultos a la personalidad y tener ejemplos ‘académicos’ que mostrar, se hizo tangible para plantear el problema de su ubicación física, de ahí que, el 17 de octubre de 1997, en el mausoleo erigido en su nombre, Fidel expresara:
Veo además al Che como un gigante moral que crece cada día, cuya imagen, cuya fuerza, cuya influencia se han multiplicado por toda la tierra. ¿Cómo podría caber bajo una lápida? ¿Cómo podría caber en esta plaza? ¿Cómo podría caber únicamente en nuestra querida pero pequeña isla? Solo en el mundo con el cual soñó, para el cual vivió y por el cual luchó hay espacio suficiente para él.
No puedo decir que lo recuerdo en vida porque no tuve el privilegio de conocerlo. Hace poco más de 35 años me preguntaron qué recordaba del Che y, en ese entonces, respondí tengo la imagen de mi madre llorando, en la noche, frente a un televisor que mostraba a Fidel hablándole a una multitud compacta en la Plaza de la Revolución y, creo recordar, haberle preguntado por qué lloraba y solo me dijo: mataron al Che, una noticia que, a mis cinco años, no me produjo otro impacto que no fuera el de llorar por ver llorar a mi madre.
No es ese sentimiento algo de lo que haya hablado antes, quizá, porque de adolescente, joven o adulto me avergonzara de no haberlo sentido más, sin embargo, la vida me demostró que aquella frase que aprendí y repetí unos 250 días cada año, la que respondía a la pregunta de Fidel: ¿Cómo queremos que sean nuestros hijos?, traía implícita la obligación de conocer al hombre, a través de sus escritos, de los relatos y vivencias de quienes le conocieron, para así, solo así, tratar de acercarme un poco a su estatura moral.
Como muchos de mi generación escogí la profesión de revolucionario y hoy, a mis 53, creo que me queda mucho por aprender del oficio, pero mantengo la misma disposición de lucha que casi me consumía leyendo Pasajes de la guerra revolucionaria o su diario en Bolivia, la que me llevó a África, a 14 000 kilómetros de distancia del terruño, la que me levanta cada día para, desde mi posición, contribuir a la continuidad de la lucha por preservar las conquistas de nuestro pueblo.
Ahí está presente el Che de nuestros días, en los millones que creen en su obra y continúan luchando por edificarla, en los Ernestos, en los Ramones, incluso en los Tatus; hace algunos años conocí a un chico que se me presentó como Tatu y, al preguntarle el porqué del apodo, me disparó en ráfagas: es mi segundo nombre, significa ‘el tres’ en Swahili, yo nací el 9 de octubre de 1997, no tuvo que decir nada más, la personita que tenía delante sabía perfectamente la historia de su nombre y arrasaba a cualquiera con el orgullo que mostraba al exponerla.
Ese hecho, aparentemente aislado, junto a otra historia posterior de un francés armando realengo en Paris para nombrar, también, a su primogénito Tatu, me reafirma que el Che de nuestros días permanece tan vivo y combativo como el que conocieron nuestros padres.
Cierto es que, eventualmente, aparecen cuestionamientos sobre el uso de sus imágenes y no me refiero al irrespeto e insensibilidad de perseguir un fin mercantilista, sino a las críticas por su imagen en una bandera o la propia bandera adornando en sus colores la imagen kordiana que, sin saberlo o quererlo, es una de las más impresas y publicadas en la historia de la fotografía, esa de la mirada al futuro, o las de los tatuajes en el pecho o en un hombro, sin detenerse a pensar que el cubano–argentino (ambas nacionalidades por nacimiento), sin dejar de ser nuestro, es patrimonio de la humanidad, de miles de millones de seres, que pueden ser chicos, jóvenes, adultos o ancianos, estudiantes, profesionales, obreros, campesinos o artistas y cada uno lo siente y lo vive según sus lenguas y orígenes, sus afectos y experiencias.
Y eso es lo especial, que el Che sigue a nuestro lado, ya de negro, mulato, indio o blanco, él con su ejemplo y nosotros, con nuestros defectos, tratando de acercarnos a sus pasos de gigante, rabiando y combatiendo al burócrata, al indolente o al delincuente, al contrarrevolucionario o al corrupto, ese que tiene dos carros o dos casas y las ostenta o no, ese al que nos conminó a perseguirlo con saña; al Che lo tendremos siempre y, no pocas veces, la impotencia ante lo mal hecho nos hace recordarlo como cura mágica contra esos males, las curas mágicas no existen, solo estamos nosotros, los dispuestos, como él, a morir defendiendo las causas en las que creemos.
Es en esa idea, en esa calle, en esa plaza, fábrica, surco o escuela donde podemos ver al Che de nuestros días, apretemos el paso que él va delante.
*Editor de La Mala Palabra.