#Cuba: ¿Quién dijo que todo está perdido?

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 Por Félix Edmundo Díaz @feddefe*

La pregunta que encabeza estas líneas creo haberla escuchado en un tema del cantautor argentino Fito Páez y la tomé prestada porque, en los últimos tiempos, se han vuelto recurrentes frases que traen la carga del lamento, la queja o el enfado, con los que algunos enfrentamos el sentimiento de lo perdido, ya sea en el orden material o espiritual.

Crecí sin mucho de lo material como la mayoría de mi generación, me he esforzado para darle a mis hijos lo necesario para vivir decorosamente y, quizá, un poco más, pero nunca pretendí darles lo que yo no tuve, pues para ello habría tenido que robar o venderme, variables que en mi ecuación de la vida no conducen a la solución de ningún problema y eso es, junto a saber querer y defender lo que se tiene, lo que he tratado de enseñarles.

Mis hijos son jóvenes, ella de 26 y él de casi 19 años, ambos eventualmente pueden impresionar irreverentes o altaneros, también rebeldes y rara vez maliciosos, mas ninguna de esas actitudes me ha llevado a pensar que puede haber en ellos desamor, rechazo total a las normas y mucho menos que “están perdidos”.

Cuando le inculcas a tus hijos el respeto sin miedo, el decir la  verdad por dolorosa o dura que pueda parecer y a tener criterios propios y saberlos defender, te “expones” a que, más frecuentemente de lo que imaginas,  la verdad de ellos no coincida con la tuya y, a “esa altura del juego”, ya no puedes echar mano a las milenarias  sentencias: los mayores siempre tienen la razón, cuando los mayores hablan los niños se callan, o (la más jocosa e intrigante para esas edades) los niños hablan cuando las gallinas meen y las ranas críen pelos.  

Decir que la juventud está perdida solo puede ser obra de la desmemoria o la perfidia, porque si bien “todos nacimos ángeles” como dice Israel Rojas, no menos cierto es que, salvo ¿excepciones?, todos hemos hecho trastadas, por ejemplo: yo lancé huevos; en la acera de enfrente al parque, más de una vez por las noches, atamos un cordel al poste (sin luz) y al otro extremo del hilo amarrábamos una lata de leche condensada con orine y la colocábamos en el muro de la fábrica de chocolates (Fontán), lo demás imagínelo usted… era la época en que utilizábamos las aceras para caminar…, también toqué aldabas en las puertas de los vecinos y corrí como un loco desenfrenado, pero todo eso lo hice de chico, aunque la adolescencia no fue mejor: me fugué de la beca para ir al cine, me colé de noche  en el comedor para tomar un dulce o un pan (hoy sé que aquello podría calificarse de delito si no fuera por la corta edad), pero ninguna de esas acciones me hizo querer menos a mis padres que, dicho sea de paso, nunca habrían aprobado mis trastadas; y me dolí y lloré junto al pueblo cuando la injusticia tembló por las víctimas del horrendo crimen de Barbados, y me gradué de preuniversitario, y, años después, como muchos de mi generación cumplí misión en Angola, otros lo hicieron en Etiopía, y, antes que nosotros, los hubo jóvenes también en Argelia, el Congo, Bolivia, Siria, Mozambique o Guinea.

Pero bueno, yo soy uno más de los cientos de miles de simples mortales que, trascendida la adolescencia, en plena juventud, dejó todo atrás para marchar a otras tierras del mundo, y, como muchos, me considero afortunado por haber sobrevivido a la experiencia; otros fueron los más valiosos, los que con su sangre fertilizaron tierras allende nuestros mares, esos a los que enterramos dos veces: la primera, a miles de kilómetros del suelo patrio; la segunda, en el terruño que los vio nacer, cuando el pueblo entero les rindió el tributo que siempre merecieron.

En el siglo XIX no había sido diferente, un grupo de muchachos, ante la ausencia del profesor, tiraban de una carretilla jugando y correteando por el cementerio aledaño a la facultad; las risas y juegos se trastocaron en lamentos y dolor cuando el encono de unos “voluntarios” obligó a la asesina sentencia que sesgó la vida de varios de esos jóvenes, casi niños, a los que la Historia abrazó como los ocho estudiantes de Medicina; y  qué decir de los fieles del plante Abacuá, esos negros y pardos que se complotaron y cayeron tratando de liberar a los primeros, como para demostrar que el amor por los semejantes se pinta de cualquier color.

Y, en esa misma centuria, tenemos a un adolescente arrastrando grilletes por una carta en la que señala la apostasía de otro, y sufre destierro ese adolescente rebelde y, años después, ya hombre, dirigió la Guerra Necesaria para, tras su muerte en combate y sin pretenderlo, ser erigido Apóstol de la Independencia.

Mas en el siguiente siglo, otro adolescente encara a sus padres en Birán para llevarse consigo al hermano menor, hay rebeldía y, en cierto modo, irreverencia, pero pasado el tiempo esos dos hicieron la Revolución; o más al Sur de estas tierras, desde donde nos llegaron fotos de un niño montado sobre un perro y ese chico asmático, irreverente y sensible en cada fibra de su anatomía, creció, atendió y curó a enfermos de lepra, estudió, amó y se unió a los hermanos de Birán para hacer la Revolución, dejó el magro confort de La Habana por las selvas africanas y páramos bolivianos porque el amor por los desposeídos no le cabía en el pecho, y cayó en combate, y pasó a la posteridad como símbolo del hombre del futuro.

Vivimos en el siglo XXI, hemos sido testigos excepcionales de las gestas de nuestras brigadas médicas en Paquistán,  tras el terremoto, en África contra el Ébola o en cualquier selva del globo terráqueo cediendo su dosis personal de antídoto para salvar una vida; o de nuestros maestros y entrenadores desandando el mundo, todos ellos, en su inmensa mayoría, jóvenes; entonces me pregunto: ¿está perdida la juventud?

Mi respuesta no puede ser otra que una negación rotunda; los jóvenes, en su inexperiencia e inmadurez, pueden cometer errores, pero cuando se pierden ello solo es responsabilidad de los adultos; sobre todo de aquellos que hablan hoy de que antes (de 1959) era mejor, o de discos de The Beatles “partidos” en sus cabezas, quizá para justificarse ante el dueño de la placa de acetato de cuyos surcos brotaban “Yellow submarine”, “Sargent Pepper” u otras tonadas de la banda inglesa, que los servicios de Inteligencia británicos y el Instituto Tavistock nos “enseñaron” a amar.

Hoy nuestros hijos oyen y siguen a One Direction (1D), también gustan de The Beatles y Mick Jagger, y de conectarse por Wi-Fi, pero la inmensa mayoría de nuestra juventud está en las escuelas, los pre y los tecnológicos, y en las universidades, otros ya trabajan, casi todos salen de noche tarde y regresan al amanecer, emulando los hábitos nocturnos de los “vampiros”,  pero esos irreverentes siguen siendo nuestros hijos, ellos se emocionan igual viendo a Fidel, en un documental, tomando sopa en una bandeja de aluminio que con las medallas de nuestros atletas  y sufren con las decepciones, y debemos enseñarlos a amar a nuestra Patria y hacerlo a través de nuestra Historia que es riquísima de eventos de mujeres y hombres sencillos que nos trajeron hasta nuestros días.

Cuando el gaucho canta: “…quién dijo que todo está perdido…”, acompañémosle en el coro: ¡“Yo vengo a ofrecer mi corazón”! Eso es lo que necesita nuestra juventud.

26 de agosto de 2016.

*Editor de La Mala Palabra.

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