Por Miguel Cruz Suárez*
La doctora repasó detalladamente la historia clínica que sostenía en sus manos. En la cama aledaña, una mujer muy joven y hermosa la miraba con expresión nerviosa, como si esperara la sentencia de un tribunal que podría absolverla o condenarla.
– Estás de alta.
La cara de la muchacha pareció iluminada y el esbozo tímido de una sonrisa se dibujó en su rostro; sin embargo, aquel gesto de alegría no llegó a florecer y en su lugar una profunda duda abarcaba sus ojos, su boca y su frente, arrugada por la presencia de una incógnita terrible.
La especialista pareció adivinar los temores que danzaban en la imaginación de la paciente y se apresuró a decirle:
– Es normal que no recuerdes nada y posiblemente a nadie, fue un trauma muy severo que provocó una amnesia profunda que probablemente la acompañe para toda la vida, y para colmo no tenía usted ningún documento de identidad. No ha sido posible saber quién es, ni dónde está su familia. Pasó un año en coma profundo y en los registros de las autoridades solo consta que un auto desconocido la dejó a las afueras de la clínica.
La pobre mujer experimentaba la peor de las sensaciones humanas. Una intensa soledad lo cubría todo. Era un náufrago dejado a solas en esta isla extraña y peligrosa que solemos llamar humanidad.
¿A dónde iría?, ¿a qué dedicaría su existencia?, ¿existía alguien que la necesitaba, que tal vez lloró por ella? Miles de otras preguntas caían como torrencial aguacero sobre el tejado en blanco de su cerebro borrado. Todo le resultaba nuevo y aterrador. Intentaba fijar un plan a breve plazo, algo inmediato después de que abandonara el recinto hospitalario, pero mientras tomaba sus cosas no lograba hilvanar opciones válidas para enfrentar el resto de su nueva vida.
La doctora, que le había tomado un profundo cariño después de tan largas jornadas de batalla por la vida, ya tenía un plan para ella, una propuesta interesante:
– ¿Por qué no te quedas con nosotros?, necesitamos personal, manos sensibles, gente que ayude en casos como el tuyo.
La muchacha pareció sorprendida. Dejó de poner sus pertenencias en la mochila y miró fijamente a quien le hablaba. Lo pensó solo unos instantes y aceptó, al fin y al cabo, allí había estado bastante tiempo, el colectivo parecía ser excelente y sus nuevos recuerdos solo se nutrían de aquella sala, sus ruidos y olores.
Recibió algo de adiestramiento, uniformes y un lugar donde vivir dentro de la misma institución. Fue asignada al área de pacientes masculinos aquejados – al igual que ella- de trastornos post traumáticos causantes de la desmemoria u otras anomalías conductuales no agresivas.
Se convirtió en la más dedicada de las enfermeras, profesional y tierna. Pasaba cada día por las tres camas en que reposaban igual número de desdichados, que, sumergidos en el terrible sueño de la espera, precisaban de esmeros y cuidados propios de su estado vegetativo. Nada se sabía de sus orígenes, nada de sus nombres, nada de sus vidas.
Llevaban identificaciones en sus tablillas que habían sido creadas con amor por la cuidadora. Los nombró según su gusto e imaginación y acorde a sus apariencias personales. De izquierda a derecha en la fila se podían leer los siguientes nombres: Morfeo, Oniros y Edimión, este último, nombrado así, como símil de un rey enamorado de la luna, a quien según la mitología griega se le otorgó el sueño eterno, para poder estar así siempre, soñando con los ojos abiertos.
Los dos primeros eran ya mayores, el tercero joven y de aspecto agradable. La muchacha se enamoró de él y en silencio pasaba horas a su lado; a veces le leía; otras, le cantaba en voz baja.
Durante el segundo año de su labor y para sorpresa general, el joven comatoso de la tercera cama había despertado. Fue un acontecimiento y causó una enorme alegría en la muchacha, que lo acompañó con mucha más dedicación desde ese día. Fue su bastón y su guía; su diccionario, su ventanita al mundo, que llegaba como una avalancha de preguntas sin respuestas.
Al igual que ella, nada sabía de su vida pasada, nadie acudió por él, ni lograba recordar el más breve minuto del pasado. Pero algo mágico y enigmático los unía mucho más, que había hecho surgir la más grande de las pasiones, el amor sincero y ese estremecimiento que solo aparece cuando se encuentra un alma gemela.
La boda fue en el Hospital, el brindis, los parabienes y las fotos. El artista del lente fue el último en aparecer. Todos esperaban en torno a un enorme pastel. Llegado el momento cada cual ocupó su sitio. El fotógrafo se acomodó apresuradamente frente a las caras alegres de aquellas personas y miró por el visor, ajustó la imagen y entonces se apartó nervioso del aparato, se frotó los ojos y lo intentó de nuevo. Retrocedió, pálido, asombrado.
Cuando los novios lo notaron, se aproximaron sorprendidos ante la actitud del hombre; quien, viéndolos llegar, solo atinó a decirles:
– ¡Yo a ustedes los conozco, les tomé la foto de su boda!, hace unos años, en el orfanato.
*Colaborador de La Mala Palabra.
[…] Por Félix Edmundo Díaz @feddefe1917 […]
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