Por Félix Edmundo Díaz* @feddefe1917
Se han de contar por centenares o miles las imágenes que atraparon el mágico instante de un beso en la frente o lanzado con la suavidad del terciopelo a alguien dentro de la multitud o a ese enjambre de mujeres y hombres que se fundían en uno solo ante su presencia.
Cada quien en esa fracción de tiempo se sintió a sí mismo como el más dichoso destinatario del planeta.
Llueven las anécdotas de apretones de manos que juraron nunca más ser lavadas para preservar su calor, su olor, su alma, también las cabezas, incluidas las intocables, esas cubiertas con blancos pañuelos por respeto a la iniciación, sobre todas las cuales se posaron las suaves palmaditas que, quizá, le recordaban las recibidas, en su infancia, como muestra del amor paternal del querido Ángel.
También abundan los pasajes de sus abrazos y las caricias a sus hombros, su pecho y su guerrillera barba, tocada por infantiles, suaves, rudas o arrugadas manos con la suavidad con que se rozan las alas de una mariposa para captar la electricidad de la leve fricción sin dañar o espantar.
Y todas las palmaditas y caricias, los abrazos y besos se guardan con amor, aunque la magia de la fotografía no hubiese hecho presencia.
Mas igual es el sentimiento del que no llegó a recibir físicamente ninguno de estos, para ellas y ellos el tiempo no pasa y se repiten las imágenes como un «bucle de repetición» interminable, sentimiento que, en la canción de un joven amigo, se describe: «Se me ha detenido el tiempo y yo sigo descontando los minutos de ese beso de labios que están llorando…»
Sencillamente, para millones ese beso llegará algún día, porque el besador o lanzador de besos sigue y seguirá por siempre aquí, entre nosotros.
Mientras, juntemos nuestros besos que… ya nos llegan sus besos.
*Editor de La Mala Palabra.
LA MALA PALABRA 