Por Félix Edmundo Díaz* @feddefe1917
Sentía el sudor correr por su cuerpo, la carrera y el temor de mirar hacia atrás comenzaban a fatigarla y, cuando casi alcanzaba el pomo de la puerta, el suelo se abrió haciéndola descender en una caída libre de dos segundos, interrumpida por un grito, su grito, que la despertó para decubrirse sentada en su cama, clavando las uñas en la húmeda sábana blanca. Estaba a salvo.
Estiró su mano para palpar el lado derecho de la cama y, al no lograr tocar el cuerpo de él, buscó a tientas a su izquierda y accionó el interruptor de la lámpara en la mesita para iluminar tenuemente la habitación y detectar su silueta, la de él, acurrucada y temblando en una esquina del cuarto.
Se acercó despacio y, como cada noche, en repetidos susurros le pidió perdón, perdón por despertarlo y perdón por el grito, mismo grito con el que, cada noche, él se ubicaba en la mazmorra de dos metros cuadrados, mismo grito que hubiera estado escuchando las 24 horas del días por dos años y medio.
Todos los gritos eran iguales, los de sus camaradas hombres y mujeres, todos resultantes del dolor provocado por las continuas torturas, todos por gusto, pues a ninguno lograron arrancarle una confesión o delación.
Ella siguió susurrándole hasta que él se calmó y su repiración dejó de escucharse agitada, entonces le tomó de las manos y llevó a la cama, se abrazaron y mirando hacia la ventana esperaron las tres horas que faltaban para amanecer.
Ella no olvidaría jamás las persecuciones de los milicos que la obligaron a moverse como un animal nocturno, privándola del sol y sus amaneceres, él recordaría siempre el tenue rayo de sol que atravesó cada día la rendija de la ventana tapiada.
Ambos tenían sueños ligeros y amanecer esperando la salida del sol era su remedio para nunca olvidar.
*Editor de La Mala Palabra.
LA MALA PALABRA 