Por Félix Edmundo Díaz @feddefe*
Elegante cual refinado parisino escuchó atento al presidente francés, cuya agradable cadencia de un idioma otrora símbolo de la cultura universal solo era amortiguada por el auxilio de los audífonos para la traducción, mientras en su ecuánime pose frente al atril llevaba dentro de sí la prisa rebelde de su pueblo y el dolor apartado por tantos años de lucha.
Llegó su turno y, en un tono suave, su timbre atronador surcó el respetuoso recinto, dejando traslucir el agradecimiento hacia un pueblo y gobierno que, por sobre diferencias culturales, económicas y políticas, mostró siempre su solidaridad y mantuvo relaciones con la irreverente Isla, quizá, por la simpatía hacia los irreverentes que protagonizaron la toma de La Bastilla o por la memoria a los caídos en la batalla de Verdún, quizá, por el doloroso recuerdo de la claudicación de Pétain y la necesidad de demostrar que el honor es solo de los que luchan.
El sentimiento de inclusión y apoyo, soportado en la cordialidad y franqueza de su interlocutor, facilitaron la trasmisión del mensaje, donde en cada reconocimiento hizo descansar la mirada franca en el anfitrión que, con respeto, reciprocaba el gesto.
No abusó de sus interlocutores, tampoco necesitaba 48 minutos para reparar el tiempo de la palabra secuestrada, fue preciso en sus ideas y, tras su merci beaucoup, el auditorio lo premió con el merecido aplauso.
Raúl en París también vale una misa…
*Editor de La Mala Palabra.